No me cuentes películas... o sí

En uno de sus últimos números, Cinemanía hacía alusión a una “moda” que a estas alturas no pasa desapercibida para nadie: la adaptación de novelas (sobre todo juveniles) para su estreno en la gran pantalla. La citada tendencia se refleja en títulos que ya están pasando exitosamente por las salas, como las sagas Harry Potter,  Los juegos del hambre Crepúsculo, o (con una recaudación de taquilla mucho más modesta) la exquisita película sobre la obra La invención de Hugo Cabret. A lo que hay que añadir futuros proyectos (algunos inminentes) como El corredor del laberinto, La huésped, Cazadores de sombras o El Hobbit, por citar algunos ejemplos que salpican el panorama actual.

Algunos ven detrás de este fenómeno una hipotética crisis de creatividad en los guionistas norteamericanos. Yo no voy a entrar en el detonante que lo habría propiciado ni tampoco en sus consecuencias (hay quien acusa a Hollywood de “infantilizar” el Séptimo Arte, ausente quizá, conforme a sus recriminaciones, de una ciencia ficción de corte más profundo). Lo que está claro es que la industria del cine, que en definitiva persigue primordialmente el entretenimiento, se ha fijado en el sabroso target de la narrativa juvenil y pretende ahora arrastrar a los jóvenes a las salas. Porque, si bien la literatura siempre ha ejercido de fuente de historias para el cine, no ha sido hasta hace relativamente poco (no estoy hablando de la animación destinada al público infantil) que se ha empezado a fijar para sus grandes lanzamientos mundiales en obras catalogadas como juveniles. En realidad, la publicación de sagas orientadas al lector joven, como formato generalizado, masivo, es también una estrategia editorial reciente.

Sin embargo, y a pesar del amplio presupuesto de numerosas producciones, llama la atención el elevado porcentaje de adaptaciones que no superan el juicio de los lectores previos de la obra. ¿Qué sucede? ¿Cuál es el problema?

Partiendo del hecho de que los lectores (salvo excepciones de algunos títulos superventas mundiales) suelen representar una proporción poco significativa de la taquilla, cabe pensar que la fidelidad con respecto a la historia original no es una prioridad de los productores, los guionistas o el director. Sin embargo, no es esta una afirmación que pueda defenderse tan a la ligera, porque hay ejemplos en todas las direcciones. Es verdad que algunas adaptaciones de libros ofrecen planteamientos muy libres e incluso se atreven a adulterar (en este caso al margen de las historias originales) el perfil del personaje principal; es el caso del Sherlock Holmes que propone Guy Ritchie (encarnado por Robert Downey Jr.), algo que ya ocurrió con el famoso agente secreto de las novelas de Ian Flemming, James Bond, en cuyas últimas entregas (con Daniel Craig como 007) ha desaparecido la flema británica a cambio de una actitud más propia de un macarra de polígono industrial y un cuerpo musculoso que (no lo voy a discutir) da gusto verlo salir del mar. Pero también es cierto que hay otras películas en las que sí se ha pretendido con mayor o menor acierto reflejar con fidelidad el contenido de la novela en la que se basan, como alguna (solo alguna) de las entregas de Harry Potter, por centrarnos en la narrativa juvenil.

Asumiendo la premisa de que a menudo sí hay interés en la fidelidad hacia el texto original, el interrogante sigue siendo el mismo: ¿por qué tantas adaptaciones dejan, sin embargo, un sabor agridulce en el lector que ya conocía la historia?

El hecho de participar en el proceso de adaptación al cine de El Viajero, primer volumen de mi trilogía La Puerta Oscura, me ha permitido adquirir al respecto una visión privilegiada, en mi doble condición de coguionista y autor de la novela. Tras más de un año y medio trabajando con el resto del equipo en trasladar 651 páginas a 100 minutos de imágenes, he llegado a dos conclusiones.

La primera consiste en la constatación de que competir con la potencia creativa de la imaginación humana supone una lucha condenada de antemano al fracaso. Cada lector hace suya la historia que lee, genera sus propias imágenes de los escenarios y de los protagonistas (¡imágenes que ni siquiera tienen por qué coincidir con las de otros lectores de la misma obra!). Y todo ello sin limitaciones presupuestarias ni de metraje. En ese sentido, el lector constituye un perfil peculiar de espectador, que acude al cine con unas expectativas muy difíciles de satisfacer.

La segunda de mis conclusiones alude a que, siendo honesto, resulta físicamente imposible, al margen de la calidad del guión, contar en una hora y media lo que contienen cientos de páginas. Imposible. Por mucho que un buen plano pueda sustituir decenas de párrafos de descripción, por mucho que una cuidada fotografía logre recrear la atmósfera atrapada en un libro o por mucho que afilemos los diálogos midiendo hasta la extenuación cada palabra. Es imposible que la información facilitada a través de ambos cauces sea la misma. ¿Acaso, por poner un ejemplo, asistimos en una película a lo que piensan los personajes? Salvo que se recurra a la "voz en off" (un medio que hay que emplear con suma cautela), no. El cine (el buen cine) debe ser capaz de contar eficazmente una historia a través de imágenes. Si no, no es cine. ¿Entonces?

Ahí radica la decepción que experimenta el espectador que fue antes lector al enfrentarse a una adaptación. El origen de ese desencanto hay que buscarlo, por tanto, en un error de enfoque, de actitud, que cometemos al acudir a la sala de cine: llegamos a ella con la íntima aspiración de descubrir en la gran pantalla un reflejo fiel, riguroso, del texto que nuestra imaginación recreó con anterioridad. Nos olvidamos de que el cine es otro lenguaje. El cine constituye una forma diferente de contar historias, dotada de sus propios códigos. Uno no acude (no debería acudir) a la sala de proyección con ánimo de vivir una experiencia equivalente a la lectura, porque no se trata de eso. El cine no es un sucedáneo de la literatura. Ni siquiera compiten entre sí, sino que se complementan. Reflejan diferentes prismas, implican modos particulares de narrar. En definitiva, un lector que se adentra en el patio de butacas para asistir a una adaptación debería hacerlo con ánimo de dejarse sorprender por una historia nueva que se sustenta (eso sí) en la esencia de aquella que leyó. En eso consiste una buena adaptación: la que, más allá de los detalles, logra transmitir la esencia de la historia contenida en el libro. Es en tal esencia donde tenemos que ser capaces de reconocer lo que leímos. Si llegamos al cine con pretensiones más minuciosas, la (injusta) desilusión está garantizada.

Otra cuestión es si, a lo largo del proceso de “comprimir” la información contenida en el libro, la historia se acaba desvirtuando. Se trata de un riesgo ineludible cuando un autor acepta ceder los derechos de su obra para una adaptación; ni siquiera la presencia del propio escritor dentro del equipo de guionistas ofrece garantías (aunque hay ejemplos de excelentes resultados como consecuencia de ello, sirva como muestra Las normas de la casa de la sidra, de Hallström, cuyo guión es obra del propio John Irving). En definitiva, influyen muchos factores que escapan al control del autor, que por otra parte suele desconocer el lenguaje del cine. En mi caso decidí apostar, asumir el riesgo, por la sólida trayectoria del productor interesado y una clara conexión que experimentamos desde el primer momento sobre el proyecto. A lo que se añadía, además, la presencia de otros guionistas que compensarían mi falta de rodaje en proyectos de esta envergadura.

De todos modos, insisto en que en el conflicto que implica siempre una adaptación subyace el hecho de que una película nunca podrá ofrecer (a cambio tiene otras ventajas) la riqueza y profundidad que supone vivir una historia como lector. Por eso en el caso de las adaptaciones lo recomendable siempre es que la experiencia lectora sea anterior al visionado como espectador, pues el orden inverso nos llevará a imaginar la historia, inevitablemente, conforme al reparto y fotografía de la película. Y no es lo mismo. Ni mucho menos.