¿De verdad somos tan simples?

Siempre que leo una novela romántica me asalta una gran duda: ¿por qué el galán debe tener un físico espectacular? Músculos torneados, rostro bello y mirada penetrante; raro es encontrar a un héroe gordito, bajito o con acné. Hace unos meses se me ocurrió lanzar la pregunta en mi página de Facebook y, aunque una parte de las respuestas mostraba la misma indignación que yo, hubo una réplica bastante repetida: este prototipo tiene éxito porque es el tipo de hombre con el que soñamos todas las mujeres.


Una afirmación como esta me lleva a otra cuestión, en esta ocasión cargada de incredulidad: ¡¿de verdad somos tan simples?! Yo, desde luego, no: un personaje como Dimitri Belikov, de Vampire Academy, me conquista porque además de guapo es inteligente y su timidez me resulta de lo más tierna; no obstante, uno como el malote Patch, de Hush, hush, o el semidiós Lucas, de Predestinados, me deja de lo más fría. La clave para cautivar al lector es una buena construcción psicológica, no la simple constatación de una gran belleza exterior. Lo que nos hace fantasear no es un cuerpo o un rostro bonito, sino la mordacidad, la simpatía, la capacidad para escuchar y otras mil cualidades imposibles de enumerar porque dependen de los gustos de cada uno. En cualquier caso, si el atractivo físico no va acompañado de algo más, difícilmente convencerá.


¿No sería mejor centrarse en el interior, en esa magia de resultar indiferente al principio y luego enamorar con la personalidad? En estos momentos ya no sé si hablo de literatura o de la vida real, pero si una historia ficticia quiere tener un mínimo de verosimilitud sería conveniente que dejara los tópicos a un lado y observara a las personas corrientes, las que se lían, se emparejan, se separan y se vuelven a ilusionar, todo ello sin necesidad de tener la constitución de un dios griego recién llegado del Olimpo. Una relación entre personajes de carne y hueso me resulta mucho más interesante que el amor a primera vista entre el héroe fornido y la chica con nula seguridad en sí misma.


Ahora alguien podría decirme que los galanes de los que hablo no son realmente tan atrayentes, sino que esa descripción se debe a la impresión que causan en las muchachas, que, como buenas enamoradas, los idealizan en todos los sentidos. Es posible que en algunos casos sea así; sin embargo, tengo motivos para descartar este argumento: la percepción de esa belleza fuera de lo normal se produce desde el primer instante, es decir, ella todavía no ha tenido tiempo de conocerlo y sentir algo por él. Además, no es la única que percibe esa hermosura, pues su mejor amiga también suele hacer comentarios al respecto (y no digamos la eterna rival, que seguro que se presta a encandilarlo). Por lo tanto, esta tendencia no se debe a la idealización, sino a una motivación expresa del autor.


Tampoco quiero que mi artículo se vea como un ataque cargado de resentimiento a los chicos guapos: ante todo, soy defensora de la variedad, por eso pido que en la literatura (incluida la romántica) se paseen personajes de todo tipo y con las mismas oportunidades de seducir a la heroína: guapos, feos y normalitos; educados, divertidos y malotes; valientes, cobardes y torpes. La diversidad dará más riqueza e interés al género, estoy segura, porque los lectores podemos ser muchas cosas, pero simples no.