Secundarios de oro

Nadie se atreverá a poner en duda que Leo Messi es el mejor futbolista del mundo. Sin embargo, su talento no se demuestra siempre: en la selección argentina nunca ha conseguido resultados tan buenos como en el Barça. ¿Juega cansado por el viaje? ¿Le falta motivación? No, en absoluto, la explicación es mucho más simple: en el equipo de su país no le acompañan los cracks de la ciudad condal. Incluso un deportista de élite como él necesita unos compañeros de lujo para sacar a la luz todo su potencial.


Algo parecido sucede en la literatura. Katniss, Peeta y Gale son protagonistas extraordinarios, pero seguro que todos estaremos de acuerdo en que Los Juegos del Hambre no serían lo mismo sin una Rue, un Haymitch, una Prim o una Comadreja. Del mismo modo, la saga Crepúsculo no se limita a Bella, Edward y Jacob, sino que tiene a la pizpireta Alice, la ambigua Rosalie y la temperamental Leah, tres ejemplos estupendos de lo que debe ser un personaje secundario.


Porque este artículo va de secundarios y de su importancia, en efecto. En los dos últimos años he leído una cantidad ingente de novelas en las que estos eran poco más que estereotipos y no se profundizaba en ellos: la animadora odiosa, el malo malísimo, la mejor amiga insulsa, etc. Un protagonista, por muy bueno que sea, necesita una comparsa de calidad si aspira a dejar huella en el lector, que desde mi punto de vista es la finalidad de cualquier obra literaria.


Los personajes secundarios deben estar tan trabajados como los principales; si no lo están, las escenas en las que aparecen se vuelven grises y esto afecta a la percepción de la obra en su conjunto. Además, ofrecen muchas posibilidades para enriquecer la historia y hasta pueden llegar a brillar más que los protagonistas. Una buena muestra de esto último es la novela Luzazul, de Carmen Fernández Villalba, en la que el peso principal recae en una muchacha bastante sosa (en parte por exigencias del guión) y el verdadero atractivo reside en los chicos mutantes que están con ella, originales e interesantes tanto en su aspecto físico como en su forma de ser.


Las opciones de los secundarios todavía van más allá: en un ámbito como la literatura juvenil, en la que prácticamente todos los libros están protagonizados por adolescentes, estos papeles proporcionan una oportunidad fantástica de incorporar a adultos, como Macon Ravenwood y Amma de Hermosas criaturas, dos personalidades excepcionales. A propósito de esta saga, también se le puede aplicar aquello de secundarios que superan a los protagonistas: mientras que Ethan y Lena resultan un poco aburridos, la mala-no-tan-mala Ridley anima el cotarro, John Breed da un toque de misterio y Liv demuestra que una chica inteligente y culta puede ser, además, encantadora.


Sé que lo que cuento no es nada nuevo: desde los cuentos tradicionales ha quedado demostrado que los encargados de acompañar al héroe son imprescindibles. ¿Alguien se imagina una Caperucita Roja sin abuelita, una Blancanieves sin enanitos o una Cenicienta sin hermanastras? Aunque no sean los primeros en los que pensamos al recordar las historias, un relato sin ellos perdería gran parte de su magia. Lo mismo debería aplicarse a la novela juvenil actual, en la que por desgracia no siempre se cuida esta cuestión.


Para terminar, quiero hacer un llamamiento a escritores, agentes, editores y cualquier persona que tenga voz y voto en esta empresa: no más secundarios de comedia americana ni malvados sin matices, por favor. Los lectores nos merecemos un respeto y hemos llegado a un punto en el que encontrar ciertos estereotipos es una tomadura de pelo. Por mucho que el protagonista sea una estrella, necesita que los de su entorno estén a su nivel si pretende ganar el partido y llegarnos al corazón.