Literatura juvenil y otras artes

Pintura, escultura, arquitectura, literatura, cine, música, danza… No hay más que girar un poco la cabeza y mirar más allá de nuestras narices para comprobar que el arte, en su conjunto y en mayor o menor grado, está por todas partes. ¿Y no es cierto que la literatura, por muchos monstruitos, duendes o tecnologías imposibles que contenga, o etiquetas que se le pongan, habla siempre de la vida? Siendo así es natural que la literatura y las artes se den la mano constantemente y que además se retroalimenten.


Qué interesante, atractivo o misterioso se vuelve el protagonista de turno cuando resulta que es un pintor excepcional o un músico brillante, o escribe unos cuentos que ni el bueno de Shakespeare, ¿verdad? Pero el arte no sólo viste y caracteriza a los personajes de las novelas, a veces hasta las propias obras lo utilizan en sus tramas como elemento clave, bien como acicate para llegar a algún punto decisivo de la historia o para sustentar el peso de la trama. Las posibilidades dramáticas, por tanto, son infinitas.


El arte es algo más que un lienzo pintado


¿Qué es el arte? La Real Academia de la Lengua Española lo define así: “Manifestación de la actividad humana mediante la cual se expresa una visión personal y desinteresada que interpreta lo real o imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros”.


La RAE es una institución que suelo tener en cuenta, pero a veces conviene parafrasear sus definiciones en palabras llanas para llegar a una mejor comprensión. ¿Qué es el arte, de nuevo? Es algo más que un lienzo pintado, y aunque esto parezca una obviedad, no lo es en absoluto, y es que al arte le ocurre como a la fantasía, que su concepto a veces se desvirtúa. Hay quienes todavía creen (yéndoles la vida en ello) que el término fantasía se reduce a escobas voladoras, angelotes desterrados, hierba parlante o dragones que escupen fuego, y nada más lejos de la realidad, porque la fantasía es sencillamente todo lo opuesto al realismo, va más allá de la magia. De esta guisa, también hay quienes identifican el arte sólo con los típicos cuadros y esculturas de los museos, pero se equivocan, claro, porque el arte, al igual que la fantasía, es un universo amplísimo. Las siete principales formas de arte son las que hemos visto al comienzo del texto: pintura, escultura, arquitectura, literatura, cine, música y danza.


Ahondando ahora un poco más, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que el arte es todo aquello que expresa ideas y emociones, todo aquello mediante lo que expresamos nuestra propia visión del mundo, y hay tantas visiones como subjetividades humanas. El arte forma parte de nuestra cultura; la construye, la deconstruye, la expone, la acaricia, la viste y la desnuda. Me atrevería a decir que sin arte no hay cultura, y viceversa.


¿Por qué se habla de arte en la literatura?


Acabamos de ver que la literatura es una de las principales formas del arte, de manera que el acto de tomar una novela, abrirla expectantes y arrebujarnos en el sillón para disfrutarla como locos significa empezar ya a formar parte de ese arte. Es decir, si la literatura es un arte, ¿no es la acción de leer una manifestación del arte?, ¿y no es esto una redundancia?


Por otro lado, cuando la literatura habla de literatura, se conjuga un mismo arte en dos. A esto se le suele llamar metaliteratura, cuando una historia de ficción habla sobre otra historia de ficción. Alfredo Gómez Cerdá y Jorge Gómez Soto, padre e hijo respectivamente, son habituales metaliteratos en sus libros: les encanta hablar sobre literatura y que sus personajes escriban cuentos y leyendas; en definitiva, les encanta que los libros, de alguna manera, formen parte del engranaje de sus tramas.


Alfredo hace metaliteratura en Barro de Medellín, Palabra de Nadie, Autobiografía de un cobarde o ¡¿Y para qué sirve un libro?!, y para más inri cuenta con bibliotecarios entre su legión de personajes. Confiesa que habla de literatura en su propia literatura como un intento más de entender el mundo; al fin y al cabo, cuenta, “los escritores vivimos inmersos en libros, lo mismo que otras personas que no son escritoras; pero la diferencia es que nosotros escribimos esos libros”. Cerdá es sabio: da en el clavo. Y lo que es más importante: lo que dice de la literatura en la literatura puede trasladarse también al resto de las artes de las que habla la literatura.


¿Por qué escribe un escritor? ¿Por qué diseña un arquitecto? ¿Y por qué compone un músico? Hay gente a la que le apasiona, emociona y conmueve el arte, prácticamente lo lleva en las venas en lugar de sangre, de manera que no puede hacer otra cosa que dedicarse a ello. Pintar, modelar, diseñar y construir, escribir, grabar, tocar y componer y cantar, bailar. Así, los escritores escriben, y escriben sobre la vida porque en eso consiste la literatura, y también por eso parece inevitable que sus propias pasiones se trasladen a las historias que tejen y tejen, o que cualquier arte, como buen reflejo de la cultura, encuentre su lugar entre su imaginario. Porque, insisto, los escritores sienten el arte de forma muy personal, luego es lógico que lo trasladen a su propia obra, que como bien es sabido siempre tiene que ver con su vida, con su experiencia vital. Hasta este punto influye el arte en la literatura, en este caso en la literatura juvenil, y por eso no es de extrañar que en una novela lijera al uso nos topemos con algún cuadro, alguna leyenda, algún ballet o algún concierto; y qué maravilloso es este arte sobre el arte, qué riqueza de matices.


Las posibilidades del “meta-arte”


También el hijo de Gómez Cerdá acierta de pleno. Jorge habla de libros en La chica del andén de enfrente (a uno de los protagonistas le encanta leer y escribir) o Yo conocí a Muelle (uno de los personajes es cuentacuentos). Pero además dice que su metaliteratura a veces es simplemente anecdótica y “afecta poco a la historia y se limita a ser un juego de complicidad con el lector”, mientras que en otras ocasiones “ese juego literario adquiere tanta importancia que la trama del libro gira en torno a eso”. Ahora sustituyamos “metaliteratura” por “meta-arte” (nos inventamos el término para entendernos mejor), y así lo que tenemos, de acuerdo con lo que expresa Gómez Soto pero aplicándolo al meta-arte, es una literatura que habla del arte para jugar cómplice con el lector pero sin mayores implicaciones o profundidades, y una literatura que habla del arte como sostén capital de la historia.


De estas dos posibilidades hablaba yo también al comienzo de este texto, pero si recordáis iba más allá y subdividía la segunda posibilidad (“el arte como sostén capital”) en dos: el arte en la literatura “como acicate para llegar a algún punto decisivo de la historia o para sustentar el peso de la trama”. ¿Desarrollamos con calma estas tres formas de meta-arte?


Por un lado la literatura puede rozar el arte de pasada, como un detalle más de la historia con la única intención de enriquecer un poquito la trama o el elenco de personajes. Como cuando uno de los rasgos de un personaje es que pinta o baila, pero ese detalle artístico no pasa a mayores porque el foco de la historia camina por otros derroteros. Un ejemplo clásico de esto es Mujercitas, de Louisa May Alcott: imposible olvidar la pasión de Jo March por la lectura y la escritura, y cómo se enfureció cuando su hermana pequeña echó sus cuentos al fuego, o la pasión de Amy March por la pintura. Este meta-arte sucede de pasada, y es que la historia de las March se centra en las propias March: en la hermana pequeña, muy enferma; en otra hermana, envidiosa, mimada y egoísta; en otra, una madraza; o en las dificultades que encuentran por que su padre esté lejos, en la guerra. Aquí el arte no es ni acicate ni sustento principal, sino un mero acompañante.


De otro lado, la literatura puede servirse del arte para vestir su propia historia de los pies a la cabeza: en este caso el arte sí es la clave, el tema, el plato principal del menú. Y como decía hace unas líneas, podemos subdividir este caso en dos: cuando el arte se convierte en pieza decisiva para llegar a algún punto de la historia, es decir, cuando sin él no podríamos alcanzar conclusiones, momentos álgidos o decisiones necesarias; y cuando el arte tiene la responsabilidad de sostener el grueso de la trama, cuando la guía de cabo a rabo.


Libros para  el meta-arte cómplice, el acicate y el sostén


Tanta letra se convertiría en paja para el lobo de los tres cerditos si no ofreciera ejemplos lijeros, de manera que como dijera un malvado destripador, vayamos por partes.


El arte como mero cómplice, como simple detalle acompañante, encuentra en la literatura juvenil gran cantidad de ejemplos. En Verano en vaqueros, de Ann Brashares, una de las protagonistas es una gran apasionada del cine, tanto es así que se pasa muchas páginas con la cámara de vídeo en la mano intentando hacer su propia película. En este ejemplo esta manifestación del arte es una mera invitada: la trama no se sostiene sobre esa película, sino que se centra en las vivencias de todas las protagonistas; es decir, aquí el cine aparece de pasada, es un detalle enriquecedor que da forma a un personaje pero no cimenta la trama. También en Skeleton Creek, de Patrick Carman, la coprotagonista se alimenta del séptimo arte, quiere estudiarlo y vive grabando cortos, pero de nuevo el cine se convierte en un elemento simplemente circunstancial, “anecdótico”, como decía Gómez Soto.


También nos ofrecen esta clase de meta-arte Steph Bowe en La chica del lago (uno de los rasgos de la taciturna protagonista es que es una pintora brutalmente buena), Stephenie Meyer en su saga de vampiros brillantes y semi-vegetarianos (Edward toca el piano a Bella en Crepúsculo) o Gayle Forman en Si decido quedarme (la protagonista es violonchelista). Y Suzanne Collins en Los Juegos del Hambre con la emotiva canción de la muerte de Rue (prácticamente un icono ya en la literatura juvenil contemporánea), Kami Garcia y Margaret Stohl en Hermosas Criaturas (recordemos la misteriosa canción Dieciséis lunas), J. K. Rowling en Harry Potter (¿quién no se acuerda del retrato de la Señora Gorda en Hogwarts, Colegio de Magia y Hechicería?) o Richelle Mead en Vampire Academy con las novelas del oeste que lee Dimitri en sus ratos de sosiego. Podría eternizar la lista, claro que sí, y podría dedicarme a incluir en ella casi toda la bibliografía de Jordi Sierra i Fabra porque le encanta hablar de música aunque sea de refilón (Berta Mir, por ejemplo), pero queda clara la idea. Recordemos que más vale no tentar al lobo feroz.


Las otras dos posibilidades de arte en la literatura (el arte como aguijón, como acicate para llegar a algún punto fundamental, o como sostén esencial de la trama) también son habituales, pero desde luego cuentan con menos ejemplos literarios en su haber. Y por esto y porque a estas alturas quiero ser generosa con vuestra paciencia, supongo que ya harta de leer las palabras “arte” y “literatura” por todos los rincones del texto, enumeraré sólo cinco títulos: el ya mencionado ¡¿Y para qué sirve un libro?!, del madrileño Alfredo Gómez Cerdá, la serie Cuarteto de cuerda, de la asturiana Blanca Álvarez, El violín negro, de la zaragozana Sandra Andrés Belenguer, el gran angulista Pomelo y limón, de la también maña Begoña Oro, y Los malvados de Battersea, de la inglesa Joan Aiken.


La novela de Cerdá la componen doce relatos sobre personas, vidas y sentimientos que tienen un denominador común: la literatura, que aquí ejerce de vínculo, de sostén. La obra se dedica a explicar las posibles utilidades de un libro; entre ellas, que un libro sirve para leer, qué gran obviedad pero qué gran verdad. Cuarteto de cuerda también es meta-arte como sostén. Habla de las circunstancias personales de cuatro jóvenes músicas, Carmen, Carla, Cloe y Celia: violín, violín, chelo y viola, respectivamente. Conocemos sus temores, sus dudas, sus más íntimos y sagrados complejos, sus triunfos y fracasos, sus amores, su forma de divertirse, y su manera de tocar y acariciar los instrumentos; todo ello conducido con fluidez por la música clásica, el eje principal de la trama de cada uno de los libros que componen la saga. También habla de música como meta-arte sostén Sandra Andrés Belenguer en El violín negro. La protagonista se enamora de un chico intrigante y vive una serie de aventuras, pero sin duda todo gira alrededor de la música. ¡Y de la literatura! No en vano el misterio se centra en el fantasma de la ópera, personaje de la novela homónima del escritor francés Gastón Louis Alfred Leroux.


El siguiente libro de la lista es uno con sapos y princesas, Pomelo y limón. En esta obra no es que el arte alimente por entero la historia, pero sin los dibujos que Jorge Zaera, el coprotagonista, le dedica a María, la coprotagonista, no habría libro, y es que Jorge y María son como unos Romeo y Julieta de ahora: no les dejan verse pero se quieren a pesar de todo, así que se comunican como mejor saben, ella con cartas y él con preciosos dibujos. Éste es meta-arte del otro, del que sirve como acicate para llegar a algún punto: por sí mismas las pinturas de Jorge no hacen respirar la historia, pero sin ellas ésta habría terminado muy pronto. Y también Joan Aiken escoge esta posibilidad de meta-arte en Los malvados de Battersea. En la historia el protagonista quiere ser pintor y por ello viaja a Londres, donde se desencadena una gran aventura de secretos y traiciones; es decir, sin esta pasión por la pintura, sin la motivación del protagonista por viajar para aprender el oficio, no habría habido historia.


Todos somos artistas


La vida es arte, y como somos vida, somos arte. Más o menos, ¿verdad? Lo respiramos en todas sus formas y posibilidades, es capaz de conmovernos hasta el punto de vivir por y para él, su influencia rebasa barreras, y nuestra experiencia de él deja una impronta imborrable allá donde vamos y tocamos. Así, el arte, y por consiguiente lo que he querido llamar “meta-arte”, es una experiencia circular imparable, natural, enriquecedora y preciosa. Y así también, la literatura juvenil es arte, ¡qué duda cabe!