Volar el instituto

Hace poco leí el blog de Montse de Paz, autora de Estirpe Salvaje. En él la escritora comentaba lo incoherente de las editoriales que quieren literatura juvenil transgresora y que refleje la “realidad de la calle”, pero que se escandalizan en cuanto ven un par de expresiones malsonantes; o, Dios nos libre, sexo sin tapujos en las páginas de un manuscrito. Montse de Paz hablaba de cómo su editora le había pedido que le lavara la boca a un personaje de su última novela porque decía demasiados tacos. Poco importaba que el susodicho personaje fuera un guerrero grande y curtido: machacar cráneos de enemigos está bien siempre y cuando sea desde el respeto.

Cuando tienes que llamarte Jordi Sierra i Fabra para poder colar un par de “mierda” y “joder” en tu novela sin tener que hacer malabarismos... apaga y vámonos. Y esto no es lo peor. Es posible escribir una buena novela sin usar palabrotas, ¿verdad? No, el problema no es ese. El problema es que no se hacen las cosas a lo grande. No se arriesga. Al menos, no tanto como se debería.


Hace poco, Jorge Gómez Soto publicó en El Tiramilla un muy buen artículo acerca del enfrentamiento entre dos géneros literarios: la “fantasía” y la “novela realista”. La primera debería ser íntegramente fantástica, épica, sin ninguna traza de realismo, y no debería meterse en temas sociales -la fantasía nunca debería hablar de temas serios, dicen los críticos de piernas de pitillo-. La segunda debería ceñirse con rigor a la realidad, hablar de cosas que suceden todos los días y reflejar la vida urbana con exactitud y sin florituras. Si uno se fija en los títulos lijeros que se han editado en los últimos años, se dará cuenta de que la gran mayoría de las novelas sigue este patrón. Estamos alcanzando cotas de originalidad similares a las de una fábrica de moldes para galletas.


Yo digo: ¿dónde quedó el “y si”?


Quizá algunos hayáis leído la novela El Club de la Lucha, de Chuck Palahniuk, o puede que hayáis visto la película protagonizada por Brad Pitt. Trataba de toda una generación de hombres desencantados que desataba conjuntamente su ira y acababa formando un grupo pseudo-terrorista con el objetivo de devolver a la sociedad a la Edad de Piedra. ¿Alguien ha leído a Saramago y su Ensayo sobre la lucidez? Una novela genial que baraja una posibilidad inquietante: ¿y si todos los votantes de una ciudad votasen en blanco? ¿Os imagináis el caos? Esto no es fantasía, no hay artefactos mágicos ni nada parecido. Tampoco es realidad, porque la posibilidad de que algo parecido pase es poco más que cero. Sin embargo, la posibilidad está ahí. Una idea perturbadora que sacude la mente del lector: “nunca ha pasado algo así, pero... ¿y si pasase?”


Imaginad esto. Muchos de nosotros -la mayoría; no mintáis, que eso está muy feo- nos hemos imaginado a nosotros mismos volando el colegio o el instituto para no tener que ir a clase. ¿Y si toda una generación de adolescentes, con la ira y la frustración que caracteriza a esta etapa de la vida, se rebelase contra la generación de sus padres y se pusiera de acuerdo para volar todos los institutos de España? Resulta descabellado... pero “podría pasar”. No es cosa de magia. Si se pusieran a ello, podrían hacerlo. La posibilidad está ahí. Imaginad una novela con ese planteamiento.


Imaginad ahora cómo reaccionarían las editoriales ante una idea semejante. Caos, blasfemia. Pobrecitos jóvenes atolondrados e influenciables, ¿qué va a ser de ellos? Y si no son las editoriales, serán los guardianes de la moral de turno, esos personajes relamidos que todos reconocemos adopten la forma que adopten. Recuerdo una anécdota que contaba Bill Watterson, el autor de la ya mítica tira cómica Calvin y Hobbes: una vez se le ocurrió escribir una historia en la que el protagonista, un niño de seis años, fantaseaba con destruir su escuela con un tanque. Le llovieron críticas y él se limitó a contestar: "es obvio que algunos de mis lectores nunca han sido niños".


Estamos preocupados por guardar la decencia y el saber estar, pero hacemos la vista gorda cuando se trata de telebasura o de revistas de tendencia. La literatura juvenil, en cambio, sigue inmersa en un clima de correción política que, en mi opinión, limita la libertad artística y la flexibilidad del género. ¡Que no estamos escribiendo biblias o libros de texto, hombre! Aun así, seguimos lavándoles la boca con jabón a nuestros personajes y escribiendo nuestras historias  para que se ajusten al patrón “fantasía-realidad” por el que se cortan casi todas las novelas juveniles de hoy en día. Como diría cierto entrenador de fútbol cascarrabias: ¿por qué?


La literatura juvenil no es literatura infantil. No debería ser moralizante. No sé vosotros, pero yo me enfurezco cuando percibo que un libro trata de hacerme tragar moralina. ¿Por qué no tratar al lector adolescente como alguien inteligente, para variar? “Volar institutos está mal”. ¡Claro que está mal! Precisamente por eso no hace falta que venga el típico Personaje Adulto Responsable para decírnoslo al final de la novela. Te miro a ti, Cory Doctorow, autor de Pequeño hermano: una novela verdaderamente transgresora que, por desgracia, se acobarda en el último momento.


Ya va siendo hora de un cambio. Juguemos con las posibilidades, guardemos el papel de fumar para otras cosas y tiremos las moralejas fáciles por el retrete. Seamos valientes. Volemos el instituto.


Por Guillermo García Lapresa