Las etiquetas en la literatura juvenil

Asunto conflictivo el de las etiquetas. Por un lado tenemos al escritor: ¿debe tenerlas en cuenta a la hora de escribir? ¿Es importante que conozca de antemano la edad del lector al que va dirigida su novela o el género en el que se catalogará? Jordi Sierra i Fabra lo tiene claro: “Yo escribo un libro y punto. Mi misión termina aquí. No puedo preocuparme del resto porque no es lo mío”, nos explicaba hace unos meses durante la charla que mantuvo con nuestros redactores. Por su parte, Gemma Lienas contaba el año pasado en el programa Página 2 que “cuando escribo siempre tengo un lector en la cabeza, un lector que personalizo en uno de mis nietos o alguno de mis hijos cuando eran adolescentes”. Si algo sacamos en conclusión es que ninguno de los dos métodos afecta negativamente a la obra, y prueba de ello son las extensas y fructíferas trayectorias de estos dos grandes escritores de literatura infantil y juvenil.


Pero lo que está claro es que, trabajen los escritores con etiquetas en mente o no, la decisión final recae sobre la editorial, que será la encargada de determinar si el libro es infantil, juvenil o adulto y si tiene más fantasía o menos carga romántica, por poner algunos ejemplos.


Cuando hablamos de fantasía juvenil española inevitablemente nos acordamos de Laura Gallego, una autora que a sus 34 años ya cuenta con una importante bibliografía especialmente dedicada al género fantástico. Como firme defensora de la fantasía y de la literatura juvenil en general, Laura reconoce que son muchos los que le preguntan cuándo va a cambiar de registro, con una novela realista o algo para lectores adultos, y probablemente si escribiera realismo para adultos nadie le preguntaría por novelas fantásticas y juveniles. Ya lo dijo Gemma Lienas: “Me sabe mal que en nuestro país la literatura infantil y juvenil esté infravalorada. En el mundo anglosajón eso no ocurre. Puedes dedicarte a escribir para jóvenes sin que por ello se te considere menos cuando lo haces para adultos”.


Reivindicaciones aparte, etiquetar nunca es fácil. La editorial archiva el título en una colección, lo cataloga según tenga más posibilidades de venta y luego llega el librero y hace con las etiquetas lo que mejor le convenga a su librería. Después estamos nosotros, los que leemos y valoramos para publicitar sin ataduras en la red, y os aseguro que la tarea es complicada en literatura juvenil. ¿Por qué? Pues porque la literatura juvenil abarca una franja de edad muy amplia y conflictiva, desde los 12 años hasta los 18 aproximadamente (esta es nuestra definición), y es evidente que un lector de 12 no busca, por norma general, lo mismo que uno de 18. Las experiencias, preferencias e inquietudes de los lectores jóvenes van variando paulatinamente y sin embargo la categoría sigue tratándolos a todos por igual: literatura juvenil. ¿Deberíamos subdividir esta literatura? No es necesario, porque tanto editores como libreros se encargan, con mayor o menor acierto, de estampar un +12, +14 o +16 cuando lo creen oportuno. No es así siempre, y pongo como ejemplo Los Juegos del Hambre, una novela catalogada como literatura juvenil que debería avisar en la contra del alto grado de violencia que contiene. Desde luego, no es apta para menores de 16 ni muchísimo menos, y es un error muy grande por parte de la editorial Molino no indicar una edad recomendada. Ester Madroñero, responsable de la librería madrileña Kirikú y la bruja, nos confesaba hace unos meses que suele advertir a aquellos padres que pretenden regalarles esta novela a sus hijos, más que nada porque la primera perjudicada es ella, la librera, que muchas veces tiene que soportar el mosqueo del comprador. Pero no todos los libreros independientes recomiendan desde el conocimiento, mucho menos los trabajadores de las grandes cadenas, y ahí es donde está el verdadero problema.


En relación al debate fantasía-realismo, el mes pasado propusimos desde aquí una encuesta a nuestros lectores y quedó claro que ningún género es excesivamente más leído que otro. Cada uno tiene sus seguidores y de ninguna manera podemos verlos reñir. Al contrario, son las dos grandes ramas en las que separamos los libros juveniles. Supeditadas, por supuesto, encontramos etiquetas como romántica, misterio o ciencia ficción, pero las principales, las que lo engloban todo, son esas dos, fantasía y realismo, es decir, las novelas juveniles pueden ser o fantásticas o realistas, y quien diga lo contrario no entiende los conceptos. Fantasía no equivale a duendes y realismo no tiene por qué significar problemas con las drogas o racismo. No, estos dos grupos abarcan mucho más, y la clave para aprender a diferenciarlos reside, cómo no, en las páginas de cada libro: si hay algún elemento inexistente e inverosímil en nuestro tiempo, es fantasía, y si todo lo que cuenta la historia es perfectamente posible partiendo de una lógica actual, tenemos una novela realista. La ciencia ficción, por ejemplo, es fantasía, puesto que nace fruto de la imaginación del autor, lo que ofrece no existe y, aunque podría hacerlo dentro de unos años, no tiene por qué.


Todo esto ha generado mucho debate interno en la redacción de este diario, y si en algo estamos todos de acuerdo es en que hay muchas interpretaciones posibles, pero hemos comprendido que, por muy conflictivas que sean algunas novelas a la hora de catalogar, el estudio en profundidad siempre nos da como resultado la posibilidad de etiquetar cualquier novela juvenil como fantástica o como realista. Y, a pesar de constituir los dos grandes grupos de libros para jóvenes, me preocupa el rechazo que genera el género fantástico entre algunos defensores del realismo. No suele ocurrir a la inversa, aunque también hay defensores de la fantasía que siguen pensando erróneamente que la literatura realista es aburrida. ¿Cómo que aburrida? No hay más que echar un vistazo al listado de reseñas de este diario para comprobar lo mucho que puede divertir y entretener una novela sin toques fantásticos. ¿Y cómo que la fantasía es una moda? ¿Dónde está el osado que ha dicho esto, que le voy a regalar El asno de oro? La fantasía, como la telerrealidad o las canicas, tiene sus épocas de esplendor, pero la Historia de la Literatura deja bien claro de dónde viene. Puede gustar más o menos, e incluso se admiten argumentos como los que defendió el escritor Fernando Lalana en la entrega del Premio La Brújula 2011: no le gusta la fantasía porque detesta las soluciones mágicas. Bien, un motivo respetable, salvo por el hecho de que estaba presentando un libro fantástico, pero generalizar es peligroso hasta en materia de literatura juvenil. Etiquetas caducadas, a fin de cuentas.


Por otro lado, como comentaba más arriba, no siempre nos podemos fiar de la etiqueta del editor o el librero, sencillamente porque su trabajo consiste en convertir el arte en producto atribuyéndole las definiciones que más posibilidades de venta ofrezcan. Jordi Sierra cuenta sin tapujos que en alguna ocasión ha propuesto una novela adulta y su editor la ha catalogado como juvenil porque "vende más en este campo". Esto, que en principio puede parecer un engaño (y no digo que no lo sea), es por otra parte lo más lógico del mundo, por las razones que acabo de exponer. Y aquí es donde los "mediadores de la red" entramos en acción: leemos, valoramos y que sean los propios lectores quienes decidan qué es lo que han leído.


Concluyo diciendo que etiquetar y no enloquecer en el intento es todo un logro, sí, y muchas veces la subjetividad juega un papel importante. No obstante, y pese a todos los problemas que puede acarrear, la función de la etiqueta es fundamental en la búsqueda de libros, una forma muy útil de orientar al lector y llamar la atención de aquellos a quienes va dirigido el producto. En esto estamos todos de acuerdo, ¿no?


Por Óscar Luis Mencía