La cadena del cambio

No tenía ni idea de qué hacer con mi vida. Había dejado una carrera que no me gustaba en absoluto y había decidido no presentarme a ningún examen porque sabía que si aprobaba, aunque solo fuera uno, la conciencia no me permitiría dejarla y acabaría encerrado, dedicándome a algo que no me iba a gustar nunca. Y que me iba a hacer tremendamente infeliz.


A esas alturas, sabía qué no me gustaba. Lo que no tenía tan claro era lo que sí me gustaba. Por una razón muy clara: me gustaba todo lo demás. Pero todo era inalcanzable. Vivía en una ciudad de provincias donde no todo era posible.


Así que, ahí estaba yo, a mi recién cumplida mayoría de edad, la mayor nota de selectividad el año anterior, un expediente cuajado de nueves y dieces… sin hacer nada. Absolutamente nada. Con el tiempo, no por delante de mí, sino a mis espaldas. No veía salida ni futuro.


Y me puse a escribir. Sin pensarlo. Porque tenía tiempo. Porque sí. Y fue mágico. Recordé lo que me gustaban las letras, recordé en medio de aquella tormenta emocional que, si a mí me daba la gana, podía escapar de donde yo quisiera con tan solo coger un libro. Podía ser quien yo quisiera con solo coger un boli y un papel. Me sentía poderoso. Me sentía fuerte: había recuperado la confianza.


Por eso, al final hice una filología y, por los azares de la vida, acabé convirtiéndome en profesor. En escritor-profesor o en profesor-escritor, tanto da.


Ahora, después de mucho tiempo (asusta pensar cuánto, pero la literatura y la docencia también te dan eso, el don de la eternidad) estoy seguro de que tomé la decisión correcta, de que me mantuve fiel a mis principios y de que hice lo que simplemente quería hacer.


Si yo tomé esa decisión, fue porque mi vida había tenido grandes influencias que la habían marcado; que me habían indicado el camino, que habían sabido regalarme las palabras correctas. Porque, a fin de cuentas, la realidad está hecha de palabras y tienes que encontrar las que se adapten a ti. Eres tú el que tiene que hacer el trabajo, pero necesitas de ellas y de quienes puedan dártelas para poder encontrar la luz al final del túnel.


De mi lado, habían estado grandes profesores, grandes autores, grandes libros. No sabría decir ahora cuál de aquellos grupos fue el que más me influyó o qué fue lo que encendió la mecha, porque lo importante es que se encendió.


Y quise hacer lo mismo. Quiero hacer lo mismo. Creo que la vida está abierta a miles de caminos pero que uno tiene que hacer el que realmente le haga feliz, sea el que sea.


No voy a negar a estas alturas que uno de los temas que más me apasionan es el de la adolescencia. Aparece en casi todas las novelas que he escrito. Me encuentro con ella día a día, desde que me levanto hasta que me acuesto. Durante la adolescencia nos ocurren muchas cosas que van a marcarnos en un futuro. Cuando suceden no nos damos cuenta, porque esas cosas importantes no vienen acompañadas de fanfarrias ni de fuegos artificiales. Es después, con el paso del tiempo, cuando somos conscientes de que, sí, fue durante esa fiesta, fue durante aquella clase, fue durante aquel primer beso o durante la lectura de ese libro que no me apetecía leer cuando descubrí tal o cual cosa.


Y a lo mejor son aires de grandeza, o a lo mejor es que uno es pequeñito y quiere convertirse en un gigante. Pero, para mí, que encontré el camino gracias a esos dos enormes pilares —profesores y libros— no hay mejor modo de hacer que a otros les pase que dedicarme a esas dos grandes pasiones.


Creo que todos cambiamos, que simplemente necesitamos un empujoncito. Creo que el mundo puede llegar a ser diferente y que formamos parte de una cadena que va a acabar por vencer.


Me gustaría ser parte de ese cambio, ya sea a través de mi influencia como profesor o a través de mis libros.


¿Te unes a la cadena?