El fracaso de El Señor de los Anillos

A mediados del siglo XX, varios miembros del club Inklings para escritores aficionados se encontraban reunidos en casa de C. S. Lewis para revisar el último capítulo de El Señor de los Anillos. A medida que uno de los invitados, J. R. R.  Tolkien, avanzaba en la lectura, se iba dando cuenta de que sus amigos no demostraban demasiado entusiasmo por su obra. El colmo llegó cuando H. V. D. Dyson, que llevaba un par de horas repantigado en un sofá, dejó escapar un bufido y dijo:


-¡Oh, no! ¡Otro elfo no!


Aquella fue la última vez que John Ronald Reuel Tolkien leyó fragmentos de su obra para el Club Inklings.


Como habéis podido comprobar, los amigos íntimos del autor no demostraban un excesivo entusiasmo por El Señor de los Anillos. ¿Cómo reaccionaron pues los críticos literarios cuando el libro llegó por primera vez a las estanterías? Fácil: no gustó a nadie. La narración fue tildada de “arrogante” y de “amenaza para la literatura” por el The New York Times. Otro crítico del The New Republic se quejaba de que los personajes eran “sosos, anémicos y sin fibra”, señal de que en la época aún no se habían inventado los All-Bran. Para muchos, el mero hecho de que Tolkien escribiera ficción era ofensivo, pues él era lingüista, no novelista profesional; se esperaba de él que escribiera acerca de la materia que dominaba y se dejase de tonterías y cuentos de hadas. El libro no se vendió nada bien y fue retirado rápidamente de las estanterías. La puntilla la dio nada menos que Isaac Asimov, quien rechazó el mensaje ecologista de Tolkien argumentando que “el progreso tampoco está tan mal”. En resumen, El Señor de los Anillos fue un fracaso literario. Al menos, en sus comienzos.


Gran parte de este rechazo generalizado se puede explicar echando un vistazo al proceso de creación de la novela. Ya he dicho que Tolkien no era novelista, y por tanto pasaba olímpicamente de los tradicionales procesos de escritura que los profesionales normalmente usan. Esto es, cuando empezó a escribir no tenía ni la menor idea de cómo iba a terminar la historia. Alternaba rachas de creatividad con largos períodos de barbecho en los que se dedicaba a hacer otras cosas más importantes, como por ejemplo luchar en la guerra. La propia historia no significaba para el autor nada más que un trasfondo para el lenguaje élfico y enano que había creado. Así es: Tolkien creó tres lenguajes plenamente funcionales, y luego escribió la historia para completarlos y, qué diablos, para divertirse. Él mismo afirmó que escribió El Señor de los Anillos únicamente para su disfrute personal y respondió a las críticas con estas palabras: “considero perfectamente normal que determinados críticos consideren mi libro despreciable, pues yo seguramente opine lo mismo de las obras que ellos prefieren”. A J. R. R. Tolkien el fracaso de su libro le chupaba un pie, y todo parecía indicar que las aventuras de Frodo Bolsón iban a pasar por las librerías sin pena ni gloria.


Entonces llegaron los años 60, y con ellos el movimiento Hippy. La guerra de Vietnam, el auge de las ideas ecologistas y las protestas contra el gobierno de Nixon se unieron para reflotar la Tierra Media. En los túneles del Metro se podían leer pintadas que rezaban “Frodo Vive”, y varias imprentas clandestinas empezaron a hacer circular copias ilegales de El Señor de los Anillos que muchos compraron para "dar por saco al sistema". Como “el sistema” era Tolkien, quien no estaba contento con que la gente obtuviese beneficios a costa de su trabajo, la novela se reeditó. Y se vendió. Vaya si se vendió.


Termino esta lección de historia con dos reflexiones. Primera: la próxima vez que leas un libro o juegues a un videojuego con elfos, enanos y orcos de por medio, agradéceselo a los hippies. Y segunda: si quieres que te llamen “el nuevo Tolkien”, más te vale hacerte lingüista, crear varios lenguajes completos de la nada y luchar en dos guerras mundiales (y a pesar de ello seguir creyendo en el bien y el mal). Más te vale prepararte para el fracaso, el rechazo general y las burlas de todos. Incluidos tus mejores amigos.


Por Guillermo García Lapresa