La rama cuentista

Érase una vez, en un país lejano, más allá de las montañas más altas, al otro lado del mar oscuro… ¿Quién no ha escuchado nunca frases semejantes? En casa antes de dormir, en el “cole” o en el parque del buen Retiro. Frases que nos sitúan en un lugar remoto, en un reino encantado o en el hogar de una familia de campesinos que no se sabe muy bien dónde está. Historias, por lo general breves, de príncipes, princesas y niños huérfanos que se topan con viejas hechiceras o algún tipo de duende o criatura mágica capaz de conceder deseos o de castigar a quienes lo merezcan. Eso sí, dando siempre una lección de moralidad, educación y respeto, o algún consejo sobre la vida, las relaciones humanas e incluso el buen comportamiento en la mesa.


Me refiero, por supuesto, a los conocidos como “cuentos de hadas”, un término tomado de los “contes de fée”, inventado por Madame d'Aulnoy. El primer acercamiento a las letras de la gran mayoría de los lectores se produce sin duda con ellos. Desde antes incluso de poseer la habilidad lectora, ya oímos hablar de Cenicienta, Rapunzel, Blancanieves y el Gato con Botas, o al menos hemos observado las ilustraciones que suelen acompañar los textos que narran sus historias.


¿Y cómo hemos podido conocer a todos estos personajes y lugares? Historias ficticias e imposibles (de ahí que hoy día se diga eso de “no me vengas con cuentos”) que fueron siempre transmitidas de padres a hijos de manera oral. Surgidas de las leyendas y creencias populares, han llegado hasta nosotros sobre todo gracias a la labor de autores que se tomaron la molestia de recopilarlas por escrito. Una de las primeras de esas recopilaciones nos llega de Oriente Medio: Las mil y una noches, que recoge una serie de cuentos unidos por la historia de Sherezade, que fue añadida al conjunto bastante más tarde.


Más cerca, en Europa, varios siglos después tuvimos a gente como Jacob y Wilhelm Grimm. Profesores universitarios considerados como los fundadores de la filología alemana, los hermanos Grimm, nacidos en el siglo dieciocho, se dedicaron a recopilar todo tipo de historias como las que nos ocupan, dándoles siempre, además, su propio toque personal. La crudeza, violencia y alusiones sexuales de los relatos en las primeras ediciones tuvieron que ser censuradas y suavizadas en ediciones posteriores, y ellos mismos se encargaron de hacerlo al descubrir que su público principal era infantil (en un principio habían creído que estas narraciones eran más adecuadas para el lector adulto). Gracias a ellos conocemos a Juan sin miedo, Hansel y Gretel o Cenicienta. Aunque hay que reconocer que a esta última también se le recuerda gracias a la versión escrita por el francés Charles Perrault un siglo antes.


Nacido en París en 1628 en el seno de una familia de la burguesía acomodada, Perrault nos trajo títulos como El Gato con Botas, Caperucita Roja o La Bella Durmiente, unidos en un libro llamado Los cuentos de Mamá Ganso. A diferencia de las versiones de los Grimm, las de Perrault suelen presentar un encanto y dulzura que conducen al típico final feliz, acompañadas por una moraleja al concluir cada uno de los relatos. Todo esto hace que se considere que la obra de Perrault fuese una de las que inició el género, propiamente dicho, de los cuentos de hadas.


Otro de los nombres importantes en el terreno cuentista sería el de Hans Christian Andersen, cuya imaginación nos dejó títulos tan entrañables, posteriormente versionados e inspiradores, como La reina de las nieves, La sirenita, El soldadito de plomo, Pulgarcita o El patito feo. La diferencia de éste con los Grimm o Perrault es que Andersen no se dedicó a recopilar, sino a crear, y aunque sus cuentos cumplen con algunas de las pautas de los cuentos de hadas (como el hecho de contener algún tipo de enseñanza y una gran presencia mágica), se diferencian de ellos en un aspecto tan clave como el final feliz, que a veces no aparece. Así pues, los suyos no serían “cuentos de hadas” propiamente dichos. Por otra parte, el hecho de llamarse cuentos de hadas no hace que sea estrictamente necesaria la aparición de hadas en la historia. Sí es frecuente, sin embargo, la presencia de magia o animales parlantes, si bien existen otras señales básicas que nos indican que nos encontramos ante un cuento de hadas, como la existencia de un final feliz, la tradición oral de la que proviene o el aprendizaje de una lección vital por parte del protagonista.


Poco a poco, y gracias al trabajo de autores que aportaban novedosas ideas a este estilo de contar, el panorama literario fue enriqueciéndose. Crearon nuevos mundos y personajes tan carismáticos como los de los cuentos tradicionales, aunque otorgando una profundidad mayor a los mismos y echando mano de los elementos clásicos, siempre llevándolos a personajes que viven en su propia época. Es el caso, por ejemplo, de la joven Alicia y su visita al País de las Maravillas en la obra de Lewis Carroll. Otro es el de James Barrie con su archiconocido título Peter Pan. ¿Quién no ha soñado con visitar el País de Nunca Jamás, volar junto a Campanilla, conocer a las sirenas o rescatar a la princesa india Tigrilla? ¿Y qué me decís de luchar contra el mismísimo Capitán Garfio? Hoy en día la historia del niño que no quiso crecer es considerada un clásico y su importancia y reconocimiento es tan grande como la de los títulos mencionados arriba.


Pocos años antes se había publicado el “cuento de hadas moderno” por excelencia: El Mago de Oz, de L. Frank Baum, donde una niña de Kansas llamada Dorothy es arrastrada por un tornado a la lejana tierra de Oz. Sin que llegue a tratarse de un cuento de hadas propiamente dicho, pues por ejemplo no viene de la tradición oral, Baum rescata de los cuentos tradicionales la costumbre de utilizar personajes muy llevados al límite (como el espantapájaros o el león cobarde) y la moraleja final para todos, especialmente para la pequeña protagonista. El éxito de la obra hizo que el autor tuviese que escribir otros trece títulos más sobre el mismo tema, y las adaptaciones teatrales y cinematográficas posteriores son incontables, destacando por encima de todas la película que en 1939 protagonizara Judy Garland.


Más entrados en el siglo veinte, C. S. Lewis con Crónicas de Narnia, y J. R. R. Tolkien con El Señor de los Anillos siguieron utilizando reinos imaginarios con aire medieval, donde la magia se respiraba en cada rincón, los encantamientos y las enseñanzas morales ocupaban un lugar muy importante, y siempre había tiempo para soñar.


Hablando del siglo pasado, hay que reconocer que el cine ha jugado un papel, podría decirse, vital, para la conservación de los cuentos de siempre en la memoria popular. Y si hay que destacar un nombre ese sería el del fundador de un imperio que, aun habiendo pasado ya casi medio siglo desde su muerte, sigue facturando grandes cantidades de dinero cada año: Walter Elias Disney. Desde el estreno de su versión animada de Blancanieves y los siete enanitos, “El tío Walt” se dedicó por completo a hacer felices a los niños de todo el mundo, dándoles a conocer las historias de toda la vida que él había amado de pequeño. Así pues, continuó adaptando cuentos como La Bella Durmiente o La Cenicienta, cosechando grandes éxitos de taquilla. Después de su fallecimiento la compañía siguió creando películas manteniendo esa línea y recuperó bellas historias como las de Aladdín o La Bella y la Bestia. Hay que señalar que tanto Disney como sus sucesores se caracterizan por tomarse bastantes libertades con respecto a las versiones originales. Buenos conocedores del público al que se dirigen, vemos cómo, por ejemplo, hacen que el trágico final de La Sirenita se convierta en un pasaje edulcorado a más no poder, a diferencia de lo que ocurría en el escrito original de Andersen.


La factoría Disney también ha sabido siempre lo que los padres de los niños de la época de turno buscaban para sus hijos. De esta forma, se ha dedicado a actualizar aspectos de la trama o los personajes para atraer al público del momento, pero sin perder esa chispa y esa esencia que han conseguido que las suyas sean historias inmortales, consideradas ya clásicos del cine. Un claro ejemplo es el de la transformación de la historia de “la del pelo”: Rapunzel. Para empezar, el título pasó a ser Enredados, pues pensaron que en los tiempos que corren poner el nombre de una princesa iba a ahuyentar al público masculino. Además, la trama se aleja muchísimo de la original rescatada por los Hermanos Grimm. No cabe duda de que gracias a Disney los cuentos de hadas han seguido vivos e incluso muchos de ellos han sido desempolvados por la propia compañía.


Volviendo a la literatura: cada vez con más frecuencia los escritores han tirado de la tradición para adornar y ambientar sus creaciones. No podemos no mencionar a Michael Ende, que en La Historia Interminable hace una clara alusión, precisamente, al mundo de la fantasía y los cuentos. De hecho, el principal conflicto de la novela se origina por la falta de imaginación del ser humano y su desinterés por los cuentos y las historias. También en las cuatro películas de la saga ¡Shrek!, de William Steig, sobre el simpático ogro verde, volvemos a encontrarnos con guiños a los cuentos de hadas.


Cuando en los años noventa parecía que la fantasía estaba pasada de moda, apareció un joven aprendiz de mago que revolucionó el mundo editorial: la serie Harry Potter, de J. K. Rowling. La autora se ha confesado en innumerables ocasiones lectora voraz de obras como las de C. S. Lewis, y observamos en su saga claras influencias del mundo de los cuentos: magos, brujas, profecías, encantamientos, unicornios, el bien y el mal… Afortunadamente para los amantes del género, el éxito de la obra de Rowling supuso un fuerte empujón para la recuperación del tema fantástico y en los catálogos editoriales de los recientes años hemos encontrado fácilmente a autores como la alemana Cornelia Funke, que en su serie Corazón de tinta o su reciente novela Reckless, carne de piedra, juega muy bien con el elemento mágico. Es más, precisamente este último libro abre una nueva saga que consiste en homenajear de alguna manera a los cuentos de hadas de los diferentes países del mundo. En el primer tomo Funke bebe directamente de las historias de los hermanos Grimm, y promete que en entregas posteriores nos encontraremos con referencias a los cuentos tradicionales de países como Rusia o incluso España. Como curiosidad hay que decir que los nombres de los protagonistas, Jacob y Will, son un claro tributo a los famosos hermanos alemanes.


Ya que hablamos de hadas, mencionemos un título de no hace muchos años en el que sí se tratan los asuntos de las mágicas criaturas que dan nombre al género: El Tributo, de Holly Black, que nos sumerge en un maravilloso mundo donde las hadas adquieren un toque moderno pero sin perder su esencia tradicional. Otro de los casos en los que se ha tomado prestada la idea de un clásico es en La Bestia, de Alex Flinn, inspirada en el famoso cuento La Bella y la Bestia. Aunque mucho antes de eso, los escritores franceses Gastón Leroux y Víctor Hugo ya lo habían hecho en El fantasma de la ópera y El Jorobado de Notre Dame, respectivamente.


La norteamericana Shannon Hale, por su parte, decidió tomar el cuento de los Grimm La pastora de los gansos para crear una versión que, aunque se mantiene fiel al original, es más detallada. El resultado, alabado por la crítica, fue la novela La princesa que hablaba con el viento. Por otro lado, hay ejemplos en los que la novela final se aleja más del relato original; eso sí, sin hacer que el lector se vea incapaz de reconocerlo. Aquí tendríamos a la autora Gail Carson Levine, que tomó la estructura de Cenicienta para dar forma a su exitosa novela luego adaptada al cine El mundo encantado de Ela.


El newyorkino Gregory Maguire encontró en los cuentos su gallina de los huevos de oro, pues la parte de su bibliografía que más éxitos le ha otorgado está constituida por títulos en los que revisa historias como la de Blancanieves (Mirror, Mirror), la de Cenicienta (contada por una de sus hermanastras en Confessions Of An Ugly Stepsister) o su obra más famosa, Wicked, en la que retoma El Mago de Oz, de Baum, narrado desde el punto de vista de la Malvada Bruja.


¿Fantasía o realidad? “¿Cuentos de hadas? ¡Pamplinas!” Mucha gente menosprecia este género, pero tal vez debería rascar un poco para no quedarse en la superficie del asunto, no en vano al encanto de los elementos mágicos debemos añadir el tratamiento de temas universales como el amor, la amistad o la lealtad, presentes en las obras “cuentistas” de hoy y de siempre. La fantasía no es gratuita y suele utilizarse para disfrazar críticas a diversos aspectos de la sociedad y hacer comprender mensajes muy claros, sólo hay que saber verlos y apreciarlos. Yo soy cuentista, ¿y vosotros?



Por T. C. Ferri