¿Qué hice en Sant Jordi?

Va de una oportunidad perdida, asignatura en la que no tengo parangón. Vivo lejos de los puntos neurálgicos del país, a saber, Madrid o Barcelona, y eso para una friki lijera como yo (“apasionada de la literatura juvenil”) puede llegar a resultar un pelo frustrante, digno de la pataleta más dramática. Donde habito se está bien: nunca nos acosan nubes de contaminación, no es un acontecimiento ver una vaca y en la calle uno pasea sin darse codazos con el de al lado o agarrar el bolso como si en ello le fuera la vida. Pero ahora viene la conjunción adversativa: a diferencia de esas grandes ciudades del comienzo del renglón, en esta chincheta del mundo ni nos sobran librerías ni eventos literarios. De las primeras hay pocas y de los segundos nadie ha oído hablar; de hecho, si no fuera por el mar de información que es Internet nunca hubiera sabido que se organizan presentaciones y firmas de libros, y que es posible respirar el mismo aire que nuestros escritores predilectos. El día en el que me caí del guindo y supe que existía toda clase de fiesta literaria fue de esos de marcar con mil cruces el calendario hasta hacer sangrar de tinta el bolígrafo. Después me di de cabezazos contra la pared porque todo evento me tocaba demasiado lejos. Qué injusto, lo bueno, lo grande y lo cosmopolita se lo quedaban siempre las demás ciudades… Sin embargo, la solución no era tan difícil: había que mover el culo, y lo hice. Aún recuerdo los nervios inocentes de mi primera incursión en el mundillo. Ahora por fortuna ya estoy curada de tembleques, viajes de siete u ocho horas por carretera, y balbuceos de “tierra trágame”; sigo asombrándome, moviendo el culo y probando nuevas fiestas de letras. Mi última parada fue Sant Jordi el pasado 23 de abril en Barcelona (hay que ver qué ciudad tan grande y relajada, será cosa del mar). Sin embargo, fui, vi y no vencí, porque recorrí La Rambla docenas de veces procurando no perderme entre el gentío, pero apenas bicheé los puestos de libros y mucho menos me hice con ninguno, y eso que a todo ejemplar se le aplicaba un precioso diez por ciento de descuento. Ni siquiera me asomé a ninguna librería Bertrand o Casa del Libro a pesar de que entre paseo y agobio conté unas cuantas; y tampoco orbité alrededor de ningún escritor, sólo vi de lejos a uno o dos. ¿Se puede saber qué hice ese Sant Jordi? Por no hablar de lo caótica que se volvió la ciudad condal ese día, lo dispersísimas que estaban las casetas con escritores en vivo y en directo, y la mezcla desorganizada de rosas, libros y lienzos de artistas callejeros. Por eso, aunque sin mar en el horizonte, de momento me quedo con la Feria del Libro de Madrid: no porque dure más, sino porque recorre sólo un mismo lugar, dispone de información a raudales y sus puestos están estupendamente cuadriculados para una chica sin sentido de la orientación como yo.