Cuando era pequeño los escritores eran dioses. Se acercaba la feria del libro y lo primero que hacía era pasarme por el cíber más lejano y discreto para organizar en mi cuaderno todas las firmas por jornadas. Durante el año yo no compraba más que cuatro o cinco libros, una cifra que ahora me parece ridícula pero de la que por aquel entonces estaba bien orgulloso y satisfecho, porque para mí cada libro era un mundo en el que recrearse, lejos del universo de libros en el que ahora buceo. A veces me echo de menos. Como decía, cuatro o cinco libros, y que sus autores estuvieran incluidos en esas listas de firmas era cuestión de suerte. Unas veces tocaba guardar los libros en casa y otras podía sacar a pasear a alguno de ellos para que su progenitor me lo garabateara. Luego los separaba en la balda por categoría: los vírgenes / los marcados. Así de original era yo, pero a lo que voy: llegaba el gran día y tocaba hacer una visita a la despensa. De allí sacaba la bolsa de plástico que estuviera menos agujereada y metía mi libro afortunado. En unas horas subiría de categoría y los dos estábamos emocionadísimos. Por supuesto, montaba en el bus que me llevaría del pueblo a la capital con visible orgullo. Mi izquierda era guardián de un gran tesoro, aunque una vez en El Retiro empezaba a sudar un poco. Allí normalmente tocaba esperar, y no porque hubiera colas, sino porque yo necesitaba unos minutos para observar a mi objetivo desde la distancia: cómo firmaba a otros, cómo sonreía y agradecía, cómo hablaba con la librera cuando no tenía firmas... También me fijaba en el otro lado para saber cómo actuar, en el de los lectores, que por alguna razón que a día de hoy desconozco siempre encajaban en el perfil de cuarentona bienhablada. ¿Acaso mis libros sólo los leían ellas? Bueno, a lo mejor es que yo era el único niño que se atrevía a dirigirse a Juan Eslava Galán... Preparaba una frase, sacaba mi ejemplar de la bolsa y al abordaje. Lástima que en el stand mi cabeza sólo diera para un "gracias por el libro". Agg, siempre igual. Pero bueno, tenía la firma y eso era genial. Creo que podía llegar a releer cien veces la dedicatoria por si había algún mensaje oculto, aunque no solía tener mucha suerte en este sentido. Era feliz, inmensamente feliz. Los libros eran mis únicos amigos, y es lógico que te alegres por tus amigos cuando les pasa algo bueno. Pero no es esto lo que quiero decir en esta columna: inmersos en fechas de ferias y firmas en las que tantos Óscars pequeñajos vuelcan todas sus ilusiones en personas que no son de carne y hueso, y dada la privilegiada posición a la que he llegado pudiendo dirigirme a tanta gente desde aquí, me apetece recordar la importancia de una firma, una sonrisa y una foto. Escritores españoles, cierto es que no os pagan por esto, pero no deja de ser vuestro trabajo. Hacedlo bien estos días, por favor.
Por Óscar Luis Mencía
Alba Úriz
(25)
Alberto L. Martínez
(10)
Amalia Brotons
(1)
Ana Alcolea
(1)
Anabel Sáiz Ripoll
(3)
Bárbara G. Rivero
(6)
Carmen Fernández Etreros
(1)
Carolina Galán
(10)
Carolina Lozano
(1)
Cristina Anguita
(27)
Cristina Mondéjar
(1)
Daniel Hernández Chambers
(1)
David Lozano
(1)
Diana Taboada
(4)
Eduardo Gestido
(13)
Elsa Aguiar
(1)
Estefanía Santana
(1)
Estela D. Faciabén
(6)
Esther Ortiz
(3)
Fer Alcalá
(1)
Fernando J. López
(1)
Gabriella Campbell
(1)
Gemma Lienas
(1)
Gonzalo Moure
(1)
Guillermo García Lapresa
(8)
Héctor F. Sánchez
(10)
Irene Gijón
(1)
Irina C. Salabert
(1)
Isabel del Río
(1)
Javi Araguz
(1)
Jordi Sierra i Fabra
(2)
Jorge Gómez Soto
(4)
Leticia de Leonardo
(1)
Llorenc Ramis
(2)
Lorena G. Blanco
(1)
Mar Peris
(1)
Marina García
(2)
Marinella Terzi
(5)
Merche Murillo
(1)
Miguel Luis Sancho
(1)
Natalia Navarro
(4)
Noemí Risco
(1)
Óscar L. Mencía
(19)
Paola Abad
(1)
Paula Anzola
(1)
Raquel Pérez
(2)
Ricardo Cavolo
(1)
Sandro Herrera
(7)
Sergio Parra
(1)
Susana Eevee
(1)
Susana Vallejo
(1)
T. C. Ferri
(13)
Virginia Sobreira
(8)
Virginia Wollstein
(3)