El éxito fácil

El éxito de ciertas novelas juveniles es desconcertante, tanto que muchas veces surge este tema entre mis amigas y yo cuando nos sentamos en nuestra cafetería habitual, sintiéndonos como en casa frente a una taza de café y un plato rebosante de tortitas con chocolate. Un ambiente inmejorable para divagar a placer sobre temas literarios.
Ni a ellas ni a mí nos deja de parecer curioso cómo obras de dudosa calidad acaban arrasando allá por donde pasan. Es evidente que sobre gustos no hay nada escrito, pero que algo guste no quiere decir que sea verdaderamente bueno. Y en este punto, tras divertidos debates, es donde llegamos a la conclusión de que este tipo de escritos poseen el denominado “efecto dominguero”; es decir, gozan de un inquietante y desconcertante poder de adicción que ni uno mismo es capaz de explicar, como lo que ocurre con las películas de Antena 3 en la sobremesa de los domingos: son malas a dolor, y lo sabes, pero tienen algo que te engancha contra tu voluntad hasta las letras de los créditos. Lo mismo ocurre con estos libros, en su gran mayoría enmarcados en la ahora en boga juvenil romántica. Novelas muchas veces mediocres pero que, por alguna extraña razón, enganchan cosa mala. Lo que no deja de ser paradójico, y sin embargo ahí están, arrasando y cosechando ventas y fans ayudadas muchas veces por portadas preciosas y una buena dosis de publicidad viral. Esto me lleva a preguntarme: ¿prima entonces para el éxitazo de algunos títulos el solo hecho de provocar el consabido calentón por encima de la calidad de la obra en su conjunto, tal como la suma de su trama, sus personajes, ritmo, forma en que está escrita…? Porque eso parece...